¿Con o sin alianza?

Yo siempre he sido una mujer con dos pechos bien puestos y un trasero apretado ¡Mis horas de gimnasio y de running me han costado! Y quedarme con hambre después de cada comida. Y no probar el chocolate en años.

Llegando espectacular a mi treintena, con un buen trabajo, un bonito ático pintado de malva y muchas noches de vino y rosas a mis espaldas, me faltaba un amante, a ser posible, casado, para completar mi imagen de diva.

No fue difícil encontrar en las calurosas noches de Madrid a un ejecutivo con una alianza en el dedo anular y un par de hijos a medio criar. Nos acostamos la primera noche que nos conocimos  como si rodásemos una película porno en un hotel del centro de la ciudad. Ese hombre tenía mucha, pero mucha, necesidad de sexo. Un par de piernas botinas, un bronceado perfecto y unos sugerentes tacones, hicieron que picara el anzuelo en menos de lo que tardo en quedarme sin ropa interior cuando no la uso.

Pero se me fue de las manos y Eduardo, que así se llamaba mi amante casado, se convirtió en algo más para mí. Intenté que dejara a su mujer con todas mis armas femeninas y mucha dosis de manipulación, pero fue inútil. No entendía porqué, pero Eduardo volvía a casa con su mujer y sus polluelos cada noche.

Un día, averigüé donde hacía la compra Marisa,  su mujer, y me hice su amiga en el centro comercial.  Marisa iba cada día al supermercado, incansable,  y cargaba sola con bolsas y bolsas en el Mercadona para alimentar a su prole.

Al ver a Marisa, entendí porqué había sido tan fácil llevarme a Eduardo a mi ático malva  tan a menudo como un perrito faldero. Esa mujer que compraba a diario en el Mercadona parecía 20 años más mayor que yo, pesaba 25 kilos más que yo, y hacía muchos años que sus manos pedían a gritos una buena manicura.

Lo que no entendí fue porqué a Eduardo le costaba tanto dejar a esa mujer horrenda por una superwoman como yo.

Eduardo palideció la tarde en que me vió aparecer en su casa junto a Marisa, ayudándola a llevar las bolsas de la compra para hacer la cena.

Me invitaron a cenar esa misma noche. Eduardo permanecía mudo. Mudo y sentado. Ese hombre no movió ni un solo dedo para hacer la cena. Ni siquiera puso la mesa. No se ocupó de los niños, es más, ni los miró. Marisa se ocupó de cocinar una cena exquisita, nada que ver con mis cenas  precocinadas en el microondas de mi cocina americana. A la vez que cocinaba, cual chef de Estrella Michelín, ayudaba a hacer los deberes a sus dos hijos, ponía la mesa y se ocupaba de poner una lavadora con una camisa que a Eduardo se le había antojado ponerse al día siguiente.  Marisa no perdió la sonrisa ni un solo instante aquella noche.

Esa noche comprendí muchas cosas. Esa mujer sí que era una superwoman.  Y esa noche también,  acabó mi idilio con Eduardo. Le dejé de querer en el momento en el que yo  traspasé la puerta de su hogar.

Ahora recojo a diario a los niños del cole, cocino  y preparo tuppers para toda la familia, lavo, plancho y me sé al dedillo las ofertas del  Mercadona.  Al poco tiempo de casarme con David, me quedé embarazada de gemelos, así que tuve que dejar el gimnasio y pedirme una excedencia en el trabajo. Engordé 20 kg con la lactancia. Al no trabajar, y tener 2 bocas hambrientas más que alimentar, tuve que dejar de ir a la peluquería, y al centro de estética. Dejé de comprarme ropa y reciclaba cada temporada lo que tenía. Prefería que mis niños fuesen como un pincel y que estuvieran bien alimentados. David tenía mucho trabajo y viajaba mucho, así que yo le compraba los trajes y las camisas. Pierdo la sonrisa a menudo. Y me cuesta recuperarla.

Hoy soy yo la que reza para que ninguna mujer con zapatos de tacón y manicura recién hecha, haga olvidar a mi marido lo que significa la alianza que lleva en su dedo anular.

 

Si las mujeres nos viéramos como amigas, como hermanas, como compañeras, en vez de como competidoras, respetaríamos tanto a nuestras congéneres que las infidelidades dejarían de existir. Las mujeres nunca nos acostaríamos con hombres casados y reinaría el respeto entre nosotras. La familia sería sostenida como un valor ancestral, motor de la sociedad. Los niños pasarían su infancia con su mamá y su papá en casa.

Te invito a profundizar en la relación que tienes con tus congéneres  y  a observar cómo te relacionas con la fidelidad. Si quieres compañía para explorar estas cuestiones u otras,  estoy a tu disposición en info@teresasalgado.com.

 

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