¿Con o sin alianza?
Yo siempre he sido una mujer con dos pechos bien puestos y un trasero apretado ¡Mis horas de gimnasio y de running me han costado! Y quedarme con hambre después de cada comida. Y no probar el chocolate en años.
Llegando espectacular a mi treintena, con un buen trabajo, un bonito ático pintado de malva y muchas noches de vino y rosas a mis espaldas, me faltaba un amante, a ser posible, casado, para completar mi imagen de diva.
No fue difícil encontrar en las calurosas noches de Madrid a un ejecutivo con una alianza en el dedo anular y un par de hijos a medio criar. Nos acostamos la primera noche que nos conocimos como si rodásemos una película porno en un hotel del centro de la ciudad. Ese hombre tenía mucha, pero mucha, necesidad de sexo. Un par de piernas botinas, un bronceado perfecto y unos sugerentes tacones, hicieron que picara el anzuelo en menos de lo que tardo en quedarme sin ropa interior cuando no la uso.
Pero se me fue de las manos y Eduardo, que así se llamaba mi amante casado, se convirtió en algo más para mí. Intenté que dejara a su mujer con todas mis armas femeninas y mucha dosis de manipulación, pero fue inútil. No entendía porqué, pero Eduardo volvía a casa con su mujer y sus polluelos cada noche.
Un día, averigüé donde hacía la compra Marisa, su mujer, y me hice su amiga en el centro comercial. Marisa iba cada día al supermercado, incansable, y cargaba sola con bolsas y bolsas en el Mercadona para alimentar a su prole.